

Por: Observatorio Sinaí
(periodismo ciudadano + social)
En Olavarría se guarda un secreto que pocos conocen, pero que debería llenar de orgullo a toda la ciudad. En el Museo Municipal de Artes Plásticas Dámaso Arce se conserva el retrato más famoso de Manuel Belgrano, pintado en Londres en 1815 por el artista François Casimir Carbonnier.
Es la única vez que Belgrano posó para un pintor. De ese óleo saldría la imagen que, con el tiempo, se convirtió en el “rostro oficial” del prócer que aparece en manuales, billetes y murales. Ese cuadro, que alguna vez estuvo en manos de su hermano Miguel y de los descendientes de la familia Belgrano, hoy pertenece al patrimonio cultural de Olavarría.
La obra no solo retrata al creador de la Bandera con una mirada melancólica y distinta a los retratos militares de la época: también guarda enigmas. En una esquina aparece una bandera celeste y blanca con solo dos franjas, lo que abre preguntas sobre el origen mismo de nuestro símbolo patrio.
El cuadro fue adquirido por el Banco de Olavarría en 1978, restaurado en 1989 y finalmente donado al municipio en los 90. Desde entonces, permanece en la ciudad y es custodiado con celo. Ha salido pocas veces, siempre con custodia policial, y es visitado por investigadores y docentes de todo el país.
Olavarría no solo tiene el retrato: también fue declarada Ciudad Belgraniana y recibió en varias ocasiones a descendientes directos del prócer. Es un recordatorio de que nuestra ciudad no es solo “productiva” o “industrial”, sino también guardiana de un patrimonio que conecta la historia grande de la Nación con nuestra identidad local.
Belgrano no fue un político más: fue un reformador que soñó con educación pública, con justicia social y con un país libre de privilegios. Su vida entera fue servicio y sacrificio.
Hoy, tener su imagen más icónica en Olavarría no es un dato curioso: es una responsabilidad. Significa que esta ciudad está llamada a algo más grande. Así como Belgrano pensó en el futuro de todos, ¿qué hacemos nosotros con el presente?
El cuadro está ahí, silencioso, esperando que cada visitante se pregunte: ¿estamos a la altura de su mirada?