

Por: 🕊️ Portal Sinaí Olavarría
⚖️ I. El oficio que nació del pueblo
Antes de ser título, el martillero fue oficio y palabra.
En los pueblos, era quien garantizaba justicia entre vecinos, quien daba fe en una subasta, quien ponía su nombre para que la gente confiara. Era símbolo de equidad: su palabra valía más que un sello.
Pero la Argentina moderna convirtió la confianza en burocracia.
Lo que nació como servicio al ciudadano fue transformado en un régimen de licencias, en un sistema donde la moral se cambió por un papel timbrado.
La figura del martillero fue absorbida por la lógica estatal del “permiso para existir”.
En 1973, la Ley 20.266 creó un sistema de “profesionalización” del martillero y corredor público. Sobre el papel, sonaba noble: ordenar la actividad, elevar el nivel, proteger al consumidor.
Pero en la práctica, lo que se fundó fue una estructura de control corporativo, donde el Colegio —no la sociedad— se transformó en el juez y verdugo del oficio.
La colegiación obligatoria no fue una conquista, sino una forma de dependencia.
Sin matrícula, no se podía trabajar.
Sin pagar, se perdía la dignidad profesional.
Y quienes cuestionaban, eran expulsados o silenciados.
Fue el nacimiento de una oligarquía institucional, una casta de fariseos del sello que durante décadas repitió el mismo discurso vacío: hablaron de ética sin practicarla, de jerarquía sin mérito y de defensa profesional mientras oprimían a quienes realmente trabajaban.
Pero la realidad fue otra: la ética nunca se enseñó, la jerarquía se confundió con poder, y la defensa fue solo para los que pagaban la cuota.
El martillero debía ser un garante de equidad.
Sin embargo, el martillo —que debía representar la justicia— se transformó en un instrumento político y coercitivo.
Los colegios fueron usados como brazos de poder, apretando a quienes se atrevían a innovar, compartir o trabajar fuera del molde.
Los tribunales de disciplina, creados para cuidar la ética, se convirtieron en tribunales de obediencia.
Mientras tanto, el ciudadano seguía desprotegido: sin estadísticas, sin transparencia, sin información clara.
La palabra “profesionalismo” se repitió como un mantra, pero sin contenido.
Era el eco de una campana sin badajo.
En ningún país serio el mercado inmobiliario opera sin estadísticas.
En Argentina, nadie sabe cuántas operaciones se hacen, a qué precios reales, ni con qué intermediarios.
No existen reportes públicos confiables.
No hay trazabilidad, ni un registro centralizado de operaciones.
Los colegios, en lugar de construir información colectiva, guardaron silencio.
Prefirieron el desorden: porque el desorden garantiza poder.
Mientras el profesional pelea por una comisión, el dirigente cobra por la cuota.
Mientras las inmobiliarias compiten, el ciudadano pierde.
El resultado: un mercado fragmentado, opaco y desconfiado.
Cada uno trabaja solo, esconde sus propiedades, sus precios y sus errores.
Y así, la tierra —el bien más valioso de un pueblo— quedó sometida al egoísmo de los que deberían protegerla.
Cuando llegaron las grandes franquicias internacionales, prometieron un nuevo tiempo: profesionalismo, capacitación, marketing.
Pero lo que trajeron fue el mismo sistema maquillado.
Cambió el logo, no la cultura.
Se multiplicaron los lemas sobre “trabajo en equipo”, pero sin cooperación real entre oficinas.
Cada agente opera bajo un mismo color, pero sin compartir información con los demás.
La “exclusividad” se convirtió en un argumento de venta, no en un pacto ético.
Y el martillero, en lugar de volver a ser mediador social, se transformó en vendedor de promesas vacías.
La globalización no trajo orden. Trajo más confusión.
Detrás de cada matrícula, hay una economía del miedo.
Se venden cursos, capacitaciones, certificados, sellos, reempadronamientos.
Pero nada de eso garantiza mejores servicios ni mayor transparencia.
La ética se volvió trámite.
Y los colegios, lejos de fiscalizar con justicia, funcionan como aduanas del conocimiento, cobrando peaje al que quiere trabajar.
Mientras tanto, los verdaderos problemas —tasaciones erróneas, fraudes, doble comisiones, desinformación del comprador— siguen sin resolverse.
Porque el foco nunca estuvo en el ciudadano, sino en mantener el sistema.
El gran fracaso del sistema inmobiliario argentino es moral: se institucionalizó la mediocridad.
Se premió al que repite, no al que crea.
Se castigó al que comparte, no al que especula.
Y se llenaron los cargos de personas que nunca vendieron una propiedad, pero dictan reglas a quienes trabajan todos los días.
Esa desconexión entre la realidad del mercado y el discurso institucional es el corazón de la decadencia.
Mientras el país necesita orden, transparencia y eficiencia, el corretaje sigue atrapado en una cultura de egoísmo, celos y miedo.
El martillo no es solo una herramienta. Es un símbolo.
Representa la autoridad de la palabra justa.
Pero cuando la palabra se vende, el martillo pierde su fuerza.
En la Biblia, el martillo es usado para romper la piedra de la mentira.
En la Argentina, lo usamos para golpear entre nosotros.
La profesión perdió su misión espiritual: construir confianza pública.
La verdadera grandeza del martillero no está en su sello, sino en su palabra.
Un contrato vale más por el alma que lo sostiene que por la firma que lo decora.
La única salida es un nuevo modelo voluntario de cooperación, trazabilidad y ética compartida.
No más control, sino compromiso.
No más sellos, sino transparencia.
Un sistema donde cada operación quede registrada, cada precio sea verificable, y cada profesional trabaje con otros, no contra otros.
Un mercado con datos abiertos, donde el ciudadano pueda saber el valor real de su barrio y confiar en quien lo representa.
Ese modelo ya existe en el mundo y se llama MLS (Multiple Listing Service), pero su esencia no es tecnológica: es moral.
Es el regreso a la verdad, al trabajo en conjunto, al servicio real.
El Día del Martillero no debería celebrarse con discursos vacíos ni cenas institucionales.
Debería ser un día de examen moral.
Un día para preguntarnos:
¿A quién servimos?
¿A la matrícula o al ciudadano?
¿A la competencia o a la verdad?
Porque sin verdad, no hay justicia.
Y sin justicia, ningún martillo tiene sentido.
La Argentina necesita volver a forjar confianza.
A recuperar la ética perdida, la colaboración dormida y el servicio olvidado.
El martillo debe volver a sonar, no como símbolo de poder, sino como eco de conciencia colectiva.
Solo entonces, el oficio volverá a ser lo que siempre debió ser:
una herramienta para construir justicia en la tierra, no una excusa para dominarla.
🕊️ Portal Sinaí Olavarría
Por un mercado ético, trazable y cooperativo. Porque sin verdad, no hay propiedad que valga.