Por: Observatorio Sinaí Olavarría
🌅 “El Día en que Olavarría Levante la Cabeza”
🏙️ La ciudad adormecida
Olavarría ya no vive: sobrevive.
Calles destruidas, agua contaminada, jóvenes desorientados, familias fragmentadas.
Y los responsables —políticos, jueces y dirigentes— fingen normalidad mientras se reparten poder, contratos y silencios.
No es solo decadencia: es un sistema deliberado de descomposición moral.
Todo está invertido. Lo bueno se llama malo, y lo malo, bueno.
La mentira se premia; la verdad se persigue.
Los que sirven son pobres; los que roban, ricos.
Y el ciudadano común, saturado, prefiere no mirar.
🦤 Como el avestruz, mete la cabeza en la tierra.
No por ignorancia, sino por miedo.
Porque mirar la verdad duele… y obliga a actuar.
El Estado se convirtió en una parodia de dios:
pretende decidir qué es familia, qué es moral, qué es verdad.
Se entromete en la educación de los hijos, reemplaza a los padres y usa el discurso de “inclusión” para colonizar conciencias.
En nombre del “progreso”, financia programas que confunden la identidad infantil, destruyen la autoridad del hogar y promueven el relativismo moral.
Mientras tanto, los jueces, abogados y políticos —nuestros modernos fariseos— se felicitan por haber aprobado leyes que deshacen lo que Dios estableció.
Y todo se paga con los impuestos del pueblo:
las escuelas sin valores, los subsidios sin mérito, los programas sin alma.
Cada política corrupta tiene su contratista.
Cada “programa social” tiene su caja.
Cada discurso “inclusivo” oculta un contrato, una licitación, un viaje.
El mal ya no se oculta: se institucionalizó.
Hay ministerios del desorden y secretarías del pecado.
Y detrás de cada causa “humanitaria” se esconden miles de millones drenados del bolsillo del trabajador honesto.
Argentina —y Olavarría como reflejo— paga caro la moral importada:
un país donde el vicio es negocio y la virtud, obstáculo.
La pobreza más profunda ya no es económica.
Es espiritual.
El argentino dejó de creer en algo superior, y por eso tolera lo intolerable.
Nadie teme a Dios, nadie respeta la ley, nadie confía en nadie.
El alma nacional está enferma de cinismo.
Y como Caín, muchos justifican su pecado señalando al hermano:
“No soy yo el guardián de mi hermano.”
Pero sí lo somos.
Y cuando una sociedad deja de cuidar al inocente, al niño, al anciano, al pobre y al justo… deja de ser sociedad.
Nada que se construya sobre la mentira puede permanecer.
Toda estructura podrida colapsa, tarde o temprano.
La justicia de Dios no llega con discursos: llega con hechos.
El fuego purifica lo que el hombre no quiso corregir.
Y ese fuego —aunque muchos no lo vean— ya empezó a arder en el corazón de los que aman la verdad.
De ese desierto moral nacerá el nuevo Sinaí.
Una generación que no teme al conflicto porque teme más a la mentira.
Hombres y mujeres que se atreven a decir:
“Hasta aquí llegó el engaño.”
El Sinaí no es solo un proyecto inmobiliario o político:
es un pacto moral.
Es la decisión de volver a construir sobre roca firme:
la familia, el trabajo, la palabra dada y la fe viva.
Jesús no vino a consolar cobardes.
Vino a despertar valientes.
Y en Olavarría, los valientes están empezando a levantarse.
Cuando el último avestruz levante la cabeza,
cuando el ciudadano mire la verdad y no huya,
cuando el miedo sea reemplazado por convicción,
entonces comenzará la reconstrucción.
Y ese día —no lo dudes— Dios volverá a caminar entre nosotros.